Su imagen en mitad de las pausadas aguas del Guadalquivir, ese espejo donde se miran las hermanas Sevilla y Triana, se había hecho habitual para los comunes a caminar o pasar temprano por la zona. La estampa, no por común, era bucólica, bohemia diría. La de un quiénsabequién que despachaba sus amaneceres en la soledad de un río, entre dos mundos ajetreados y enfrentados por su orgullo de patria chica. Allí estaba. Nadie sabía cuando llegaba ni cuando se iba, tan sólo aparecía y desaparecía, dejando aquél estrado sobre el verde tapiz -alfombra de lujo para admirar Sevilla- desangelado cuando marchaba.
Del hilo que se hundía en aquél remanso de paz nada se conocía, como del pescador. No había campanilla que hablase y despejara la duda sobre qué habría sumergido en la calma que se aparentaba; sólo el cuadro que algún pintor de aquella Sevilla maestra en el barroquismo hubiera plasmado, sin duda, en un lienzo con colores pasteles y melancólicos, con el marco eterno de la ciudad que no quiere dejar de ser la bella embaucadora.
Desde lo lejos, sobre la placidez del puente que da a elegir entre la urbe y el barrio de Los Remedios, se contempla la quietud de una parte de la ciudad que permanece oculta al lado de su propio suelo, pero bajo sus prisas. Allí donde huye quien busca perderse: "No me busques por Triana / ni pretendas encontrarme por Sevilla, / que en los arrullos del río / quiero perder el sentío".
En tal ausencia parecía encontrarse el pescador. Absorto, inmóvil a grandes ratos -como si fuera la misma estatua de Mozart que da la bienvenida a la teatral Maestranza-. Con hechuras de mimo, en su función cotidiana por las calles Sierpes, Tetuán o por la catedralicia avenida de la Constitución, representando la verdad, la ironía y la tristeza de la vida misma. Artista, el pescador, del celo inamovible que requiere la virtud de la paciencia.
En la atalaya se encuentra. En el suelo yerto que yace sobre el lecho húmedo que susurra poesía en sus incipientes oleajes de mar chico. Sobre aquél tálamo donde se pierde la noción del tiempo, anclado entre dos niñas tramposas que te roban el corazón si entre ellas paseas, reposa sosegado, ajeno, perdido bajo el ramaje de la arboleda, con el misterio de su presencia silente y puntual, el pescador de Triana.
(Imagen de Lorena Limón)
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