No necesitaría mucho equipaje. Total, estaba acostumbrado a la aventura de una salida inesperada; se consideraba un transeúnte del mundo, un superviviente ante lo inesperado. El recuerdo de otros momentos recogió en sus labios el mágico y placebo efecto de una sonrisa.
En la habitación, recogida con mimo, se adivinaba una gran paz. El haz de luz que se regodeaba en aparecer exultante por el gran ventanal anunciaba el regalo de un día brillante.
Revisaba con expectación infantil la calle, aunque desde aquella estancia no habían unas vistas excelentes, ni tan siquiera buenas, pero le gustaba asomarse y disfrutar del escaso paisaje.
La espera se hacía tediosa, sin embargo causaba en él una inusitada curiosidad que hacía bastante no tenía. El viaje, no por previsto, era todo un misterio. Nadie le comentó nada del destino, tan solo una insinuación hecha a través de un amigo -antiguo compañero en el servicio militar que se ordenó sacerdote- le sugirió una travesía emocionante.
Sentado a los pies de su cama divagaba, como solía hacer acerca de todo y sobre nada en particular. Su universo en los últimos años se había convertido en un estado filosófico que sopesaba cualquier información que le llegase. Suponía que sería cosa de sus años.
Soportando el hastío cerró los ojos, rememorando momentos pasados.
Un sopor le invadió y las escenas se hacían vívidas. Era como ver anuncios en la televisión, escasos momentos y mucha información. Regresaban en aquel sueño incluso olores, fragancias de otros tiempos. De su etapa más feliz las imágenes parecían detenerse, y creía captar gestos, palabras, que en su momento no observó.
Algunas estampas entristecidas también aparecían insertas en ese álbum imaginario de su ensoñación, una espiral de penas y lamentos. Le pareció aquello un etéreo confesionario y sintió la necesidad de ser perdonado. Sus ojos se enjugaban de lágrimas ante lo que veía; reconocía lugares, personas, sentimientos... ¡Sentimientos! Por un momento dudó sobre si dormía o no. Eran tan reales aquellas escenas que le embargó una gran inquietud. La pesadilla era inenarrable, como si le pincharan en el corazón; sentía un dolor difícil de explicar.
En aquél sueño del que se envolvió aparecieron personajes de su vida que ya hacía tiempo dejaron este valle. Ante él se revelaban vivencias pretéritas que le hacían suspirar; amigos del alma que se quedaron en ella cuando partieron al viaje sin regreso; vecinos de su infancia, familiares que lo adoraban, su primer amor... ¡Ay, ella!
La melancolía se hizo presente y dejó la huella de un pensamiento en blanco, ese que aparece cuando tanto nos evadimos que hasta el juicio se disipa.
Cuántas impresiones en sólo un instante. Salvo el temor. El miedo no hizo acto de presencia en aquél curioso collage de emociones. El inesperado recorrido onírico parecía ser algo así como un contrapeso. Daba la impresión de haber logrado algún tipo de equidad. Como si se hubiese aligerado su existencia.
Abrió sus ojos y con recelo volvió su mirada hacia el luminoso tragaluz. Pensó cuán molesta era aquella enorme claridad que, de repente, se había adueñado toda la habitación. Cuando sus pupilas se hicieron a ella, notó que, en realidad, apenas le aturdía. Había sido sólo la sensación, el acto reflejo de protegerse ante la luminosidad tras lo oscuro.
Unos segundos de aturdimiento y repasó lo que su vista alcanzaba. Al posarla en la cama donde se hallaba sentado, una mueca de horror asomó a su cara; su piel se tornó pálida. Allí, donde estaba descansando, se vio moribundo. Un suspiro desde su boca sonó a despedida.
Como si de una ola enfurecida que nos atropella inesperada en la playa se tratase, todo giró a su alrededor con vehemencia. En aquella sala, otrora vacía, se congregaban sus familiares más próximos, mientras que su el sacerdote, su compañero, le colocaba en sus labios un negro crucifijo para que lo besara.
La visión de aquella escena dramática le conmocionó. En el viaje que iba a emprender no había billete de retorno. Le brotaron lágrimas. Qué extraño todo.
Tuvo la necesidad de despedirse de cuantos lo acompañaban, pero supo que sería inútil. Aún con los dolores que lo habían postergado al confinamiento, comenzó a dar breves pasos de forma inconsciente hacia el gran ventanal, hacia esa enorme masa de luz que tanto le había llamado la atención. Al colocarse ante ella sintió ser absorbido. Era magnetismo puro.
Aquel resplandor... ¡Qué paz!
Miró hacia atrás y contempló una vez más la imagen. Su cuerpo yacía inerte, y llantos plañideros eran el coro de la triste reunión. Alzó de nuevo la cabeza, y de forma incomprensible estaba inmerso en un imposible pasillo abstracto de un fulgor incapaz de ser imaginado. Nada le obligaba a no seguir adelante. No había equipaje. No existía peso. No habían ataduras, y mientras avanzaba una insondable felicidad iba envolviéndolo haciéndole olvidar el funesto cuadro del duelo. Ahora sí se sentía vivo.
Tras de sí un manto de lágrimas, desasosiegos, desconsuelos, dramas, temores, iras, rencores de toda una existencia fueron relegados. Quizás, pensó, el infierno no era tan irreal. Puede que al mismo Demonio no le conveniese hacerle saber que ya vivía en él.
Sabía que era el momento de dejarse arrastrar.
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