Recordaba aquellas noches de San Juan donde todo era mágico e incomprensible. El agua, las candelas, muñecos que se preparaban para calcinar, papeles con escrituras de penas que ayudarían a que las teas fuesen más vivas, jóvenes alocados que flirteaban con la suerte cuando saltaban entre las sortilégicas brasas... Entre sus manos arrugaba nerviosa un folio que mantenía doblado, como si no quisiera que se escapara lo que fuera que contuviese.
La noche no terminaba de copar el cielo y un azulado mortecino se dejaba acompañar de brillantes botonaduras plateadas que marcaban el inicio del encantamiento que desharía las maldiciones que pesaban en los corazones que, como cada noche del veintitrés de junio, se reunían como en aquelarre para conjurar lo bueno y amarrar lo malo echándolo a ese mar en calma que era símbolo de libertad.
La playa, acostumbrada a oir a esas horas sólo la conversación de las barquillas que reposaban sobre aquél remanso de húmeda paz, quedaba ensordecida por el clamor de voces y risas que aguardaban el momento preciso donde empezar, creían, una nueva historia en sus vidas quemando la otra en cadalsos de desánimo.
Como muchos, ella era fiel a esos hechizos de andar por casa que trataban de apartar lo perjudicial y forzar a que lo bueno entrase sí o sí en nuestro horizonte, porque la buena suerte no sólo hay que encontrarla con la casualidad, tambien buscarla, y el papel que manoseaba y apretaba era la llave que le abriría la puerta que tanto anhelaba empujar.
Con las manijas del reloj saludándose mientras el tiempo transcurría, la noche tiñó de un negro zaino aquél cielo que, hasta entonces, era una verbena de colores. La alegría por el simple hecho de cumplir la tradición era evidente y se desbordaban las arenas de tanto ávido de nuevos sueños que allí se congregaba. La paz en aquel rincón junto al mar, donde cada noche las estrellas se regodeaban en aquellas sábanas de sedas frías, se había ido por unas horas dejando paso a la fiesta de los deseos.
En su interior, a escondidas de todos, siempre se consideró una bruja. Una de esas que aparecían colgadas de espejos de coches, de techos de tiendas y tras las puertas de los dormitorios de adolescentes crédulas en un mundo de supersticiones y encantamientos para enamoradizos. De aquellas que no preparaban ünguentos envenenados a base de ojos de gatos y lenguas de serpientes, sino de las que ayudaban a creer en cuentos de princesas. Y sentada entre las arenas finas aguardaba para revertir una maldición que sólo podía combatir con la magia que la leyenda de la noche del solsticio de verano tenía.
En su propio mundo ajena casi a todo, unida sólo por el leve hilo que la visión de los fuegos purificadores que la embelesaban, respiraba con profundidad. Entre sus labios exhalaba el aire ya agónico que había inspirado hacía segundos. Qué curioso... Hasta el aire que respiramos se convierte en muerte dentro de nuestro cuerpo que lo repele para atrapar más y darnos la vida que le quitamos. Así lo pensaba mientras doblaba más el trozo de hoja que su mano atrapaba.
De repente alguien gritó con vehemencia y la despertó del breve ensueño. La muchedumbre corría hacia las lumbres enloquecida y se disponían a celebrar la liturgia de la iniciación a la purificación que cada año celebraban los devotos creyentes de aquella religión de la renovación de la esperanza. Las llamas devoradoras rugían hambrientas de los deseos humanos y estos se disponían a alimentarlas de sus desperdicios y sus anhelos.
La chica se levantó perezosa, pero deseando llegar pronto allí donde se reunían para alabar a las fallas limpiadoras. Bailar a su alrededor, adorando los anaranjados rayos que deslumbraban a los que estaban entregados al dios de la pira. Era el ritual más deseado por los que huían de los malos espíritus que habían consumido sus energías, que jugaban con sus sueños rompiéndolos sin importarles nada el hacerlo.
Se acercaba a la hoguera. Mientras así lo hacía, desenvolvía el papel doblado mil veces. Poco a poco. Sin prisas lo iba recomponiendo. Era su propia forma de cumplir una venganza.
Al llegar al túmulo donde lo que ardía era consumido, terminó de extender la hoja. En ella se veían las letras furibundas, tristes, dolidas, melancólicas, sangrantes, odiosas, temerosas y frías de tantas mujeres como palabras habían escritas; tantas mujeres reflejadas en una sola.
El año plasmado en aquél entramado de sensaciones y sentimientos fue lo suficiente malo como para ansiar olvidarlo. Todo tuvo un precio, el mismo que hizo que aquél folio se llenara de recelos, miedos y desconfianzas de aquella chica que permanecía inmóvil ante la quema.
Se dispuso ante una de las fogatas, proclamó el ensalmo y arrojó la lámina. Mientras perecía en el infierno al que deseaba enviarla desde hacía mucho, la muchacha se echó hacia atrás y sonreía. Su mueca era malévola.
Dirigió sus pasos hacia la orilla y comenzó a notar el húmedo frescor de aquella mar serena en sus pies. En las aguas el reflejo plateado del gran lucero blanco al que iban dirigidos cada uno de los nuevos deseos. Si el sol da vida, la luna renueva aquella que aparece amortajada en sudarios de desilusiones, pensaba la joven mientras se iba sumergiendo, cada vez más, en la mansedubre acunada por el inapreciable oleaje de esa ribera atlántica.
La cabeza alzada, los ojos cerrados y los brazos abiertos dejándose acariciar por brisas. Salpicada por besos salados que brotaban del contacto de su cuerpo con el mismo océano que la abrazaba. En unos instantes la chica desapareció del mundo que la había descuidado. Unas burbujas del último hálito expirado eran las únicas huellas que quedaban entonces de su existencia. El espejo que eran aquellas aguas reflejaba sosiego allí donde la mirada se perdía.
Vivir es cuestión de luchar cada día y aprender de cada batalla para ser mejor estratega.
De ese vídrio maleable empezó a saltar trocitos de su esencia marinera mientras de su fondo emergía, en una escena propia de un cuento de hadas, la joven entre el líquido oscurecido por la noche y con un cielo estrellado que fundía lo terrenal con lo etéreo. El exorcismo estaba hecho.
Desde el lecho de aguas se observaban morir los fuegos, saciados de esperanzas renovadas y de dramas pasados. Se había cumplido la condena y se ajusticiaron las desdichas y las penas, mientras los presos de aquellas cadenas quedaban liberados de sus ataduras y se reunían mojados de la libertad que aquél baño, bendecido con la imposición del reflejo lunar, otorgaba.
Cuando la mujer retomó el tapiz seco y sinuoso de las arenas suspiró aliviada. Sabía que había cumplido la tradición y se había conjurado ella misma. En su mundo siguen las penas, los dolores, los sinsentidos y sin sabores, pero en la noche mágica donde el poder de lo pagano y lo religioso se une, había hecho un pacto en secreto cuando descendió al abismo bajo las aguas tranquilas de aquella playa.
Aquellas burbujas que parecían juguetonas no hacían sino pedir auxilio, pero nadie las entendió. En el viaje que pretendió emprender sola en el mundo del dios Neptuno, comprendió que todos los atajos no llevan al camino correcto; que su vida no está hecha de una carretera de un solo sentido, que podía dar marcha atrás o desviarse en cualquier salida alternativa. Que el papel que prendió ya desapareció y se convirtió en cenizas, como puede transformarse todo en la vida.
La luna la rescató al asomar su luz como un faro a un barco perdido. No todo era oscuridad. Nada necesariamente era seguir el destino impuesto.
En la noche de san Juan, la joven nació de nuevo, y un nuevo nacimiento conlleva un proyecto, otra actitud, retos, metas... La noche más corta del año fue su noche más intensa.
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