Así conocí a Antonio Burgos desde la prensa escrita. Irónico, satírico, mordaz, sentido, sin medias tintas y con la lengua prestá para decir verdades que, para otros, pueden ser chinos peluos lanzados a discreción y ¡Ay a quien atine!
Reconozco mi admiración por este hombre. Un sevillano gaditanizado -como ya dije en alguna ocasión- por obra y gracia de mi Tacita de Plata. Capaz de enamorarte al hablar de Sevilla, sus usos, sus costumbres, su ser... Y de maravillarte cuando nombra a su Cádiz, dando que pensar qué tesoros le habrá mostrado esta cajita plateá para dejarlo absorto en su salada claridad.
Confieso que su estilo desairado y vivaz me provoca envidia de alumno. ¡De alumno..! ¡Quia! De admirador sin más, que aprende que el lenguaje es tan hermoso como guerrero y lo mismo te regala poesía que te clava una daga con maestría y saber estar. No es necesario ser soez para desagradar ni pomposo para deleitar.
Es la primera vez que escribo expresando mis respetos y tributo a nadie que no sea a mi esposa, mi fe y a mi tierra. Porque así me gusta plasmarlo y que se sepa. Pero no quería dejar de demostrar una reverencia sincera que además coincide con la onomástica del santo de Padua, a un bordador de la palabra y tallista de la expresión como es don Antonio Burgos.
No. No es agradar oídos. ¡Para qué! Desde este blog que tantas ocasiones me presta para escribir lo que pienso, lo que siento, lo que quiero... Sólo unos minutos para dedicar a un maestro de las Letras españolas.
Un placer poder expresarle estas palabras de sincera estima.
(Por cierto, don Antonio, mil perdones por mi constante hartazgo a través de las redes sociales)
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