martes, 29 de abril de 2014

El amor se equivocó (III)

El beso. El encuentro inmóvil entre dos amantes.

De nuevo aquél tono en su móvil. Volvían a llamarla. Presurosa, levantó hacia ella un diminuto bolso que le caía hasta las caderas. Al abrirlo saltaron, como si fuese una caja sorpresa, algunas de las cosas que llevaba. Una barra de labios -rouge alloure velvet 40. Chanel, rezaba-, un pañuelo blanco con la inicial de su nombre y un paquete de cigarrillos a medio terminar. 

El teléfono cesó su acoso. De un bolsillo muy ajustado sacó su terminal y leyó con rapidez: "Santi". Otra vez él.

- "¡Si ya le dije que le llamaría! ¿Por qué me molesta?"- su enfado fue tal que lo que pensó se le escapó de su garganta. 

Guardó el aparato de nuevo, pero evitó hacerlo en aquél imposible bolsillo. 

Se dispuso a recoger lo desparramado en el suelo. El pañuelo, el pintalabios -que se había rajado un poco por donde se abría-, los cigarrillos... 

Ya no lo recordaba. Hacía cosa de siete meses -ocho quizás-, se prometió dejar de fumar. Su estrés como directiva de la empresa familiar le provocaba constantes disgustos a muchos niveles, incluso entre sus tres hermanos, con quienes compartía el negocio; una empresa dedicada al transporte internacional, donde ella tenía que fidelizar la clientela y hacer nuevos contratos, compitiendo en un sector limitado y duro.

La chica deportista que todos conocían, decisiva y de armas tomar, también era humana. Las rencillas familiares, el estado de salud de su padre -empecinado en seguir al frente de aquella sociedad-, la reciente recaída de la enfermedad de su madre oncológica y una relación con un chico entregado, pero a la que ella no veía futuro, creaban en ella un estado desestabilizador que ni la práctica deportiva lograba equilibrar. La nicotina y otros placebos que los cigarrillos poseen fueron el alivio a tanta ansiedad. Sin embargo, la enfermedad de su madre -con un cáncer de pulmón diagnosticado- y su promesa hecha a ésta de dejar ese hábito hizo que ese paquete no se terminara nunca.

- "Malos recuerdos"- masculló.

Se rehizo, cerró su bolso y miró la hora. Casi las cinco y cuarto. 

En realidad, aquél imprevisto había decelerado su actividad cardíaca, y aún tenía tiempo hasta las seis. El parque donde se encontrarían ya no quedaba lejos y, de alguna forma, ya no estaba tan alterada. A pocos metros ante sí veía una cafetería donde nunca entraba, aunque la reconocía. Siempre pasaba ante ésta mientras corría hacia aquél oasis verde en tantos kilómetros a la redonda de hormigón y asfalto.

Llegó a la puerta del local y un intenso aroma hizo las veces de aquellos cigarrillos que ya no fumaba. Al abrirla, un olor embriagador a buen café invadía sus paredes.

Del lugar sólo conocía la historia de su nombre "Io Diavolo". Su propietario era un italiano que vino a España buscando la dolce vita. Un romano de dudosas aficiones y que, en alguna ocasión, había sido objeto de comentarios en la zona por su supuesta promíscua homosexualidad. Esto no le interesaba a Sandra, pero no era ajena al amarillismo de los lugareños. 

Giovanni Davolio supo sacarle partida a su nombre. "Io Diavolo" era el diminutivo de Giovanni (Gio), que lo convirtió en el pronombre personal yo en su idioma natal (Io). Diavolo fue un inteligente juego de letras en su apellido. De esta forma nació aquella cafetería de tarde y pub durante la noche,cuya clientela variaba profundamente entre quienes preferían la deliciosa y variada carta de cafés y dulces, y quienes buscaban el calor del alcohol de calidad.

Sandra volvió a mirar la hora en un gran reloj, imitando a los clásicos de caballero, que colgaba de una pared. Leyó Milano y unos grandes números señalaban las cinco y veinticinco.

Solo pidió un café cortado. No quería entretenerse más de lo necesario. En la esquina, apostado en la entrada del mostrador junto una puerta que tenía un letrero que parecía indicar "Privado", un hombre de unos cuarenta años, moreno, no demasiado alto, aunque esbelto, y vestido con suma elegancia le sonrió.

- "Sin duda ese es il diavolo" pensó bajando los ojos malintencionada.

Quedó fija su mirada en él y le fue difícil creer que a aquél apuesto personaje,
-que sin duda era el dueño del sitio- no le gustase otra cosa que no fuese alimentarse del preciado jugo femenino. Su aspecto de dandy no hacía justicia a su fama como homosexual, aunque, desde luego, sí aparentaba cierto aire de viciosidad tras aquellos ojos azules. 

Tras una leve sonrisa suya, respondiendo amable a la del hombre, sorbió con cuidado el néctar espumoso endulzado con sacarina. Al regresar la vista hacia la esquina de la barra, observó como aquél desconocido besaba, con un corto posado entre labios, a otro hombre que acababa de entrar. La escena la ruborizó y volvió con rapidez su mirada al cortado que tenía ante ella.

Otra vez un beso. De nuevo, ese simple gesto la había escandalizado. ¡Un beso! Asió la pequeña taza, y removió lo poco que quedaba del líquido que contenía. Lo tomó sin prisas, y mojó con la lengua sus labios encarnados sin dejar rastro alguno de aquél otro oro negro. 

No fue el beso lo que hizo que sus mejillas se caldearan. Eran los amantes quienes la hicieron enrojecer. Aquél escueto encuentro entre dos personas del mismo sexo era lo que logró su sorpresa.

                                         (continuará)


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