El gabacho era, en Cádiz, el turista que nunca entró. La soldadesca francesa acampaba próxima a la Isla de León, en espera de poder asaltar la tierra que se le resistía. El ojo del puente que unía las islas gaditanas a España permanecía derruído; las venas salinas de donde manaba la vida de aquél lugar, eran un entramado tramposo que cercaba una porción de terreno entre caños de agua de mar; el pueblo alertado, siempre dispuesto a no ser conquistado, se enquistaba en retrasar el esperado fin que la historia, hasta entonces, había reservado al victorioso ejército francés.
En las amuralladas resentidas del incansable ataque, se fraguaban historias de leyendas, donde oficiales de un bando y cortesanas del otro encontraban el fin a la guerra reprimida en aquellas tierras de la baja Andalucía. Mientras entre los muros de iglesias, convertidas en cortes, se fraguaba una carta de derechos inédita.
Quizás, solo quizás, se debió hacer caso a los afrancesados, que buscaban un ideal más elitista y menos campechano del pueblo español. Los revolucionarios que rodaron las cabezas de sus reyes porque su libertad fue consumida por los libertinajes de la nobleza, hoy luchaban por hacerse con un huequecito de toda una España.
Y aquellos conquistadores, derrotados, dejaron un pinar con su nombre en la afrancesada Chiclana. Y el pinar se hizo campo para cultivar hazañas de peleas y rencillas entre quienes con aquellas tierras se querían alzar.
Y la Isla se llamó San Fernando, y Cádiz cuna de la libertad, y la historia le da a ambos hermanos un papel desigual: Cádiz se quedó con la historia, y San Fernando tan solo renombrá.
España cumplió así un papel considerado como heróico. Capaz de vencer al poderoso Goliat, David se hizo con la plaza donde Hércules se quiso endiosar. España, cosas del sarcasmo, entronó a un francés con acento castellano y su gobierno fue tan ruín que hizo de aquella carta magna un trozo de papel donde envolver las raspas.
Se fue el galo con el rabo entre las piernas y se quedó el otro galo de "borbontones" de ideas de antes de la rebelión por la libertad.
Y es que en España no aprendemos.
Echamos al francés revestido de glorias para su pueblo, para quedarnos con el francés revestido de glorias para él mismo. En nuestra guerra civil, echamos con el odio y los asesinatos cubiertos por el halo de la venganza a quienes podían habernos enseñado de otra forma, podían haber sido otros nuestros políticos.
De aquellos mimbres tristes de recuerdos a años de hambre; a trenes repartiendo, por la geografía europea, ilusiones que deseaban saciar el anhelo de sus estómagos, más que el del conocimiento. De aquello quedaron, entre la ciudadanía hoy documentada, con tan sólo el recuerdo en sus apellidos del origen de sus abuelos.
Echamos nuestras esperanzas y nos quedamos con los miedos.
De aquellas esperanzas huídas, surge una una gaditana, de La Isla, precisamente. De donde no pasaron sus paisanos; de donde las murallitas apartadas vivieron romances de óperas. De donde las venas salinas, de las que emanaba la vida, y hoy solo quedan senderos de paseos al sol.
La gaditana se hace tirabuzones en el mismo París, que las bombas que hoy tiran los fanfarrones son salvas y no arreones.
Que la pena de la guerra de los hermanos se convierte en alegría para los que un día la recibieron entre miradas extrañas.
París bien vale una misa. Y, en España, no nos libramos ni por esas de políticos que ladran entre ellos y muerden la mano del que se gasta los cuartos en sacarlos del apuro en que nos meten unos y otros.
Enhorabuena a la de La Isla -Hidalgo se apellida la señora- que en París se adorna de ser elegida como principal gobernadora; que mientras aquí no encontramos un político que no deshonra, en Francia tuvo que ser que hubiese una gaditana por conquistadora.
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