viernes, 7 de marzo de 2014

El cortejo (Cuento poético de Cádiz y Sevilla)


En una primavera, el año da igual, se hablaban dos novios, que más que hablar se arañaban en palabras que eran un espinar.

Ella. Altiva, señorita, piropeada por todos y envidiada por más, de belleza inigualable y de sonrisa soleada que deslumbraba al asomar; discutía, brazos en jarra, porque se quería casar en la tierra donde sus padres le dieron su hogar.

Sevillana era ella, morena, ojos verdes y elegante como el satín. La hija mayor, la más bella, que protegía la torre,antes dorada, con espíritu de fortín.

Su novio, desparpajo y desvergüenza, decía que si se casaba sería sólo si la novia accedía a salir desde la Caleta. Que su madre no quería casar a su hijo fuera.

La novia, con un ademán valiente, le dijo al novio que si quería saborear de ese cuerpo las mieles, tendría que dejar a su propia madre en aquellos muelles.

El novio, gaditano de nacencia, le contesto socarrón, que para probar la sal  que de su boca salía, debía acercarse hasta el mar que le daba a él la “vía".

Mas la novia acalló y dejó entrever al querido las  gracias y encantos que lucía bajo sus hilos. Sedas y oros y platas sin un solo fruncido, demostrándole al saleroso cuáles de sus encantos le dejó prendido.

Pestañeaba él, acariciando con sus ojos el torso perfecto. Escudriñaba con devoción cada estrofa de ese verso que en la sevillana descubrió.

Se sabía ella vencedora de aquella discusión y notaba un escalofrío por querer sentir aquél amor. Amor de sal y de coplas, de espumita del mar en la arena, de miradores a un cielo que en las noches estrelladas son faros para los ángeles que vienen a una Cádiz encantada.

Los ojos esmeraldas de la hermosa sevillana se encontraron entonces con otros que la miraban. Azules iris brillaban,  y se enlazaban con las esmeraldas, y en esas dos miradas se veían olas enarboladas que querían morir juntas en la orilla de una playa.

Cerró los ojos cielo el novio frente a su amada, y se dió ella cuenta que del sueño despertaban. Que el ardor de sus miradas se habían transformado en agua, que si no respondía a tiempo aquél amor naufragaba.

Se ahogaba él en deseos de ser el ancla que a su amada dejara varada en un puerto de su mar salada. Se ahogaba ella en deseos de querer ser capitana y dejar aquél barco atracado en sus propias aguas; aguas para la poesía de poetas que emigraron y se refugiaban en su calma.

Levantó él la vista, buscando los ojos de la sevillana, y asiéndole de las manos su mirada quedó clavada. De su boca socarrona ya no salían chanzas, brotaban sentimientos que de pasiones hablaban.

Las palabras que asomaron desde el alma del enamorado lo hacían contando de amaneceres de un sol en la bahía flotando; olían a perfumes de parques tan gaditanos, que el arrullo del viento entre las hojas de sus plantas suenan a versos y guitarra de Pemán y de Falla. Rezumaban al aroma de tardes por la Caleta, por el callejón de los Piratas, por el Arco de la Rosa, de parada en la plaza... De las Flores, del Mentidero, de Mina, de la catedral... Con aires que juegan a besarte en la faz.

La letras engarzadas en poema del novio hizo escapar de la prometida sevillana lágrimas de azahar. Se veía ella ufana, con su donaire al andar, cogida del brazo de un caballero de la mar. Se veía orgullosa de haber sido capaz de arrastrar a tierra firme a quien sin el aire salino no sabe respirar. Se veía embargada por la felicidad de haber hipnotizado a su amado por su belleza sin par. 

Deseaba con toda su alma poderle enseñar las glorias y prebendas de su maravillosa ciudad. Pasear en las atardecidas, prendida, prendada, sabiéndose amada. ¡Qué hermosa vanidad!

Llevarle por rincones que huelen a albahaca, a alhucema, a tierra vieja y mora que en cada esquina desprende olores que enamoran.

Perderse por el laberinto de sus calles universales, cogidos de las manos como si fueran chavales, encontrándose de nuevo en miles de besos frugales.

Sevillana quiso ser quien en la discusión las espinas sacara en defensión, sin embargo esas mismas atravesaron su corazón, dejando una herida... Una herida de amor.

El novio y la novia cesaron en la reprensión, quedaron callados sin dar más razón y enlazaron las manos en señal de su devoción; que en la unión de dos amados no hay problemas sin solución, que cuando el camino acabe no todo se acabó, que aún queda el lazo que ambos destinos unió.

Ojos turquesas, señorial y guasón, que ama a su padre con locura y a su madre con pasión. Que viste con trajes hilados del mejor bordador y tiene coplas en su garganta del mejor trovador. Que tiene aire altanero y la gracia del ladrón, que sabe robar besos con estrofas al corazón. Que sale como la primavera, oliendo del naranjo su flor. Que camina con descaro, mirando con el frescor de sus ojos claros al sol. 

Sus ojos... ¡Ay, sus ojos! Fruto del amor de una sevillana hermosa y un gaditano soñador.





4 comentarios:

  1. "Se veía orgullosa de haber sido capaz de arrastrar a tierra firme a quien sin el aire salino no sabe respirar." La frase que más me ha encantado y cierta como ella sola. Me ha encantado el relato :)

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  2. Muchas gracias, Gema. Me siento realmente halagado. No me veía redactando temáticas así y mira... Me alegro que te haya gustado

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  3. Poesía, pura poesía ¿Sevilla, Cádiz? ¡Qué más da!

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