sábado, 21 de marzo de 2015

Cada primavera

No puedo evitarlo: es mi flor.

Cualquiera tiene un perfume que la hace especial, pero ésta... Ésta hace especial el momento, el lugar, las personas...

Llueve, y tras este regalo del cielo, con la primavera recién levantada, cuando el sol disipe las dudas en forma de nubarrones, brotarán con más fuerza que nunca de naranjos y limoneros, aliándose con el resto de colores y formando un armonioso y aromatizado collage.

Pero de todos los que han nacido y nacerán, hay uno -solo uno- que es diferente a los demás. Es el primero que llega a mis manos, el primero que no es que lo huela, sino del que me embriago: el que me regala mi mujer.

Cada año, cuando llega esta fiesta de los sentidos hecha estación del año ella se afana, con el esfuerzo de quien rebusca para hallar lo mejor, en dar con ese regalo perfecto de blanco pétalo. Da igual lo complicado que sea recolectarlo. ¡Lo logra! Y como si fuese una ceremonia, liba su aroma y me lo entrega.

Así desde que nos conocimos.

Yo lo expongo para que, mientras dure la poca vida que le queda a la cortada flor, podamos disfrutar de ese manjar para el olfato, y a su despedida -apergaminado, pero aún repartiendo su esencia-, lo guardo hasta la próxima ocasión donde renazca, de nuevo, entre la fronda verde junto a naranjas y limones.

Cada primavera se cumple la liturgia de renovar el amor imperecedero que, como el azahar, puede ajarse por el agotador paso del tiempo, pero nunca dejará de renacer y renovar su frescura, a pesar de todo.

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