jueves, 19 de febrero de 2015

El diablo en el espejo

Su supuesta candidez, su aire de niña que ya dejaba de serlo acompañado de esos uniformes del colegio religioso donde había comenzado a estudiar Secundaria, y sus costumbres de joven perfecta y educada, le habían otorgado una imagen alejada de aquellos mitos irreverentes y de carácter independiente que ahora tanto adoraba y deseaba imitar.


La tentación era grande. Aquello era un pecado que no se limpiaba con agua. Pero pensó que quería dejar atrás a esa ñoña, y aceptó la  idea de una compañera dos cursos mayor que ella, con la que contrajo una casual amistad, la cuál le planteó una especie de juego para deshacerse de la timidez timorata que parecía asfixiarla. 

La muchacha era lo que ella anhelaba ser. Triunfaba entre los círculos masculinos, y rompía con el molde de niña bien. Parecía mostrar un aura de libertad insólita que deseaba sobremanera.

Entre las chicas se decía que había hecho algún pacto perverso, y corría el rumor -extendido como una mecha de pólvora cuando se enciende- que, en una reunión en el patio del instituto, prometió que vendería su alma si hiciera falta para desasirse de lo plastificado de su existencia.


La devota adolescente, absorbida por ese deseo irrefrenable de dar un giro a su personaje en la sociedad, resolvió guiarse por el mismo camino que su admirada conocida.

Tan solo una regla: No podía faltar un espejo donde poder verse en toda su integridad


El fin era que fuese capaz de contemplarse, dejándose llevar por sus instintos más básicos, y se conociese como no lo había hecho hasta entonces. 

Para la hastiada chica, la propuesta en sí no resultaba una solución: sexo en soledad y un espejo, ¿a modo de...? Sin embargo, aunque ese acto de autoafecto carnal no resultaba novedad alguna, sí estimaba que faltaba a algo cuando lo ejercía. La moralidad paterna era, sin dudas, otro de esos muros entre los que se veía enclaustrada. 

Tras cenar temprano y poco, se fue a su cuarto y siguió unas normas simples que debía cumplir de manera previa y que, a pesar de todo, le pareció absurdas.

Se veía, en un espejo que dominaba la habitación desde un rincón, recostada en su cama; vestida solo con una sábana, mantenía encendida la luz de una vela sobre la mesa de noche. Una claridad titubeante, escasa y provocadora que confería al lugar un aire de cierta suciedad moral


Las ventanas cerradas. Las persianas apenas dejaban entrar el reflejo que la luna, llena de esplendor, regalaba aquella noche. Reforzó la puerta con un pequeño cerrojo, que hacía las veces de defensa de aquél reino de un solo habitante; quería estar a solas con ella misma. No quería perturbaciones que la enajenaran del sacrificio al que pretendía ofrecerse. 

Bajo la suavidad de la tela que la cubría, rozaba sus rodillas con cierto nerviosismo, pero no eran dudas lo que tenía, sino ansias. Acariciaba sus piernas con los pies, y notaba la seda de su piel. La tersura de aquella envoltura de juventud hizo que, por un momento, la hiciera temblar extática. Recorrían sus dedos las pantorrillas. ¡Duras! ¡Atléticas! Y terminaban por entrelazarse entre ellos, causándole tal sensación de aprisionamiento que el corazón le latía tan fuerte que lo notaba en lo más íntimo de su ser. Así pareciera que recorría su cuerpo una corriente eléctrica desde su pelvis hacia cualquier dirección.


Agarrada a su paño de pureza, que la guardaba de sentirse descubierta, aquella fuerza que la hizo tambalear desde dentro, logró que sus manos se abrieran espasmódicas, quedando al descubierto su torso, limpio de frivolidades con encajes que limitaran la visión de un paraje bellísimo: Dos breves llanuras, del color de un campo de rosas rosas, de las que brotaban sendas rocas tintadas de una sonrojada palidez.


El demonio mismo se asomaba a aquél cristal, gobernador de la estancia, que reverberaba la imagen de la pureza misma, y quiso que aquél ángel fuese suyo. En el inmenso ventanal que absorbía cada mínimo detalle de la sala, tenía a su gran aliado. Sabía que ella no podría resistir probar el bocado que veía reflejado.

Tentada, encogida levemente, empezó a estirar sus piernas. Largas, firmes. Dejando a la vista un perfecto atuendo: su cuerpo.

Inclinó la rodilla izquierda, aún elevada, hacia la misma dirección, y el tesoro de su inocencia quedó al descubierto. Sabía que no tenía que buscar mucho para encontrar lo que quería, pero no le interesaba hallarlo tan rapido. Sumergió su mano derecha hacia la lisa entrada, y con delicadeza descorrió el tenso telón aterciopelado, notando como las yemas de sus dedos indice y anular se embadurnaban como de miel. Comenzó a acariciar el pequeño cáliz que halló, provocando que se derramara, aún más, aquél contenido meloso.


Intentaba no demostrar abiertamente la emoción ante tal hallazgo, y se mordía con fuerza el labio inferior para que de su boca no saliera el secreto que había encontrado, y se mantenía muda, pero sabía que era cuestión de minutos que se explayara en expresar su gozo.


Miró de soslayo al espejo. Pareciese como si la observaran desde él. Lo sabía. Le gustaba. Pasó de sentirse indefensa a mostrarse dominante. Indagaba, con permiso de nadie, cada palmo que sus manos alcanzaban a disfrutar. Sus labios, blanquecinos de los grilletes de sus dientes que los apresaban, comenzaron a colorearse de nuevo, y sus cadenas empezaban a dar de sí



No podía dejar de regodearse en el omnipresente vídrio. 

Apostada en el cabecero de su cama, sus piernas se abrían en un abrazo que clamaba ser correspondido. Sus extremidades, como Shiva, parecían multiplicarse para llegar a cada zona de su cuerpo que le provocara un mínimo estremecimiento. En sus manos, látigos de seda que lograron que de su garganta surgieran suspiros, mientras azotaban con fruición la carne trémula.

Por el desfiladero que discurría entre las llanuras, ahora tintadas de fuego ante la excitación, ríos de sudor que conferían a su busto la impresión de un delirante y apasionado baño, que salpicaban más allá de su vientre, rodeando el ombligo elipsado y vertiéndose entre los dedos, ya húmedos, que no cesaban de fustigarla en su interior, en una incesante y estimulante escena de posesión.


De repente, quedó paralizada. No era capaz de responder a nada. Aturdida por una sacudida que le recorría cada músculo, sentía cómo manaba abundante líquido del frenesí desde la profundidad donde había sido castigada de placer. La piel tersa se erizó, y de sus pechos surgieron enhiestas dos lanzas que le provocaron mayor perturbación, si era eso posible.

Se dejó resbalar hasta el mismo centro de la cama, y desde allí observó a la chica del espejo. No. No era ella. Aquella muchacha que veía no se le parecía en nada. Con más interés que fuerza, se acercó hasta él, y se contempló. Sonrió, denotando una mueca de satisfacción mientras reconocía la desnudez que se le presentaba. En cierto modo, le pareció como si no hubiese disfrutado a solas del todo.

La joven dio media vuelta y se dispuso a entrar en la ducha. Sin embargo aquella figura del espejo no dejaba de mirarla con una expresión de maldad.


Al final, el diablo consiguió hacer suyo a aquél ángel.



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