Habían pasado muchos años... Muchos, desde su paso por tierras complicadas. Cumplió con dolor la labor que le encomendaron y los más terribles sentimientos terminaron con él.
De su obra quedó la necesidad de tantos de poder contemplarlo, y como quiera que el hombre tenía el don de ser tan vil como asombroso, fue este mismo quien terminó inmortalizando su gloria y su padecimiento.
En aquél camarín de dorados, con la vista puesta en el abrazo que simulaba las paredes de la basílica a todos los que se acercaban buscando cobijo, aguantaba en perenne suplicio su propio patíbulo, con la zancada eterna en una calle de la Amargura siempre presente.
Sus pies, inmóviles y desgastados, querían andar sin la ayuda de sus costaleros. Bajar por las mismas escaleras que conducían hasta lo más cercano de Él a las almas pesarosas que anhelaban su intercesión.
En su rostro, que no hace tanto limpiaron como ya hiciera la piadosa Verónica con su paño, se reflejaba el cansancio, la pena máxima, la extenuación, la resignación...
Quienes se acercaban a orarle, a suplicarle, creían que sólo reflejaba lo que su autor quiso plasmar. ¡Qué poco conocían esos que le iban a rezar!
Su cabeza mil veces mordida por la áspid que la coronaba, sus manos encalladas por las caídas soportadas, desgarradas por las astillas del madero; sus rodillas tumefactas, imaginadas desolladas, ensangrentadas. Su espalda cincelada a golpes de latigazos, sus hombros tallados del peso crucero.
Aquellos dolores labrados de gubia humana, tan sólo soñados algunos tras su túnica morada, alabados otros en letras pregonadas, seguían siendo angustias que le condenaban.
En la paz del santuario, tras el tamiz del humillo de las velas recién apagadas, con la esencia del incienso aún perfumando la monumental estancia oscurecida, suspiraba. Un hálito de desesperanza asomó a su boca entrabierta que dejaba escapar palabras que nadie escuchaba.
A sus oídos esculpidos llegaban cada día gritos ensordecidos de sufrientes que se desahogaban en lágrimas que de los ojos se escapaban.
A sus pies se postraban lo mismo pordioseros que grandes damas -que las miserias son humanas-, y besaban su talón tras la breve ventana esperando encontrar alivio a lo que les apenaban.
Después de tanto, pensaba, su tarea no estaba finalizada. Que el martirio que padeció no terminó en su crucifixión, sino que fue el principio de otra pasión.
Eterno guardián de vidas y sueños, en la quietud de su templo, en la esquina misma del cielo, bajó el Señor su brazo buscando algún consuelo, y de entre sus labios divinos salió un suspiró, un lamento.
Sevilla entera se hizo eco que a Jesús del Gran Poder se lo encontraron al día siguiente con la mano tendiendo hacia la peana de su suelo, y culparon de ello a un pequeño defecto. Pero nadie imaginó que el Señor de San Lorenzo solo quiso descansar de su perpetuo sufrimiento.
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