miércoles, 21 de mayo de 2014

A la Sevilla ensimismada

Y Sevilla... 

¿Cuántas veces no habremos leído este párrafo último del poema que citaba a toda las capitales andaluzas destacando su encanto esencial y que, sólo con dos palabras, pretendía decirlo todo sobre lo que representa y es la capital hispalense?

Yo, que soy un acogido en esta tierra seca, observo una ciudad ensimismada en el reflejo del espejo en las aguas del río grande que la cruza. Cegada por el esplendor de sus calles universales. Hipnotizada por sus murales centenarios de la antigua Isbylia, que hoy son símbolos de su grandiosidad pasada y le renta beneficios esa majestuosidad.

Así, como Sevilla misma, los propios sevillanos. Enamorados non plus ultra de la tierra que los vió nacer. Orgullosos embajadores de sus raíces. Encantados de saberse poseedores inmateriales de un legado envidiado a veces, admirado siempre. 

Para el sevillano, sin perdón de nada, no hay más allá de sus fronteras. Respetan, preguntan, miran y callan sobre lo exterior, pero no hay más que Sevilla y su sevillanía en sus bocas. Dejan que cada cuál sea vocero de las galas de sus tierras pero, por encima de todo, está lo suyo. 

Sus tradiciones no entienden de añadidos extraños. Sus costumbres es ese nudo gordiano que les une a su naturaleza presumida. Magnificencia y magnitud son las medidas en la tierra donde Fernando III se hizo santo y hundió su rodilla en tierra, en rogativa a María Santísima -"Váleme, Señora"- y creó una devoción, salida de la fe guerrera, en tierras nazarenas.

Sevilla es altanera, narcisista, coqueta, presuntuosa, vanidosa, altiva, suficiente... ¿¡Sigo!? Porque ella lo vale. ¡Y lo sabe! No se puede competir con su Giralda -tvrris fortisima- ni con su inseparable catedral: arte, detalle, ejemplo, gozo, donde queda prendido el de aquí y el de allá. 

No se puede divagar sobre qué rincón de sus calles donjuanescas y cervantinas tienen más embrujo. ¿Plaza de Santa Marta? ¿De doña Elvira? ¿De Santa Cruz? ¿San Lorenzo? ¿Los Terceros?

¿Qué calle? ¿Qué pasaje? ¿Qué esquina? ¿Qué plazuela? ¿Cuál de sus rincones no te podrán enamorar?

Sevilla es Sevilla, sin perdón de nada más. 

Sevilla y el sevillano es madeja e hilo. Es rama y hoja. Flor y pétalo. Cielo y aire. Es la simbiosis perfecta del egocentrismo. Los ingredientes justos para la poción del hechizo enamoradizo que tiene como destinatarios, siempre en primer lugar, a los novios eternos que son los mismos que conforman el encantamiento. 

En esta noble ciudad y muy heroico bastión, todo se engrandece. El embriagador aroma del azahar es su perfume, no sólo un olor; sus aguas son mar, no solo río; Triana es otra ciudad, no un barrio más; los puentes que unen ciudad y ciudad no son sólo hierros y hormigón, son alfombras que se cruzan con fervor. La ciudad no tiene sólo patrona, es mariana por la Gracia de Dios. 

Su Semana Santa no es sólo pasión de siete días. Es imposible resucitar en Santa Marina sin volver la cara, de nuevo, al Salvador y esperar que bajen las palmas de nuevo por el gran tablón. Sevilla tiene himno de Font de Anta. Y el color de su bandera -bacalao pendón- es rojo de encarnación.

La urbe huele a santa, se quiera o no, que hasta La Maestranza -la torera y la del rejón- tiene a sus espaldas un Baratillo de devoción.

Ser sevillano es una religión. Con una liturgia reservada, y de comunión de pavías, ensaladillas y adobados de freidor y un ora pro nobis frente a la Cruz del Campo, con su correspondiente persignación antes del libar en el cáliz su dorado líquido enriquecedor.

Así, Sevilla, con su propio universo sin salir de los límites de su propia demarcación, brilla con luz propia reconociéndose su fulgor en cada acto que se hace en ella, en cada visita que realices, en cada rincón dieciochesco que visten sus barrios añejos. 

Sevilla es el tipismo, lo rancio, lo clásico.

De sevillanas maneras, sevillanía, ojana, guasa sevillana... Que pretenciosa ostentación, dejando al entendimiento tan excelsa dimensión.

Sevilla, madre y maestra. Sevilla embrujo. Sevilla, teatro de la emoción. Y lo es tanto, tanto que la Madre Macarena del Señor, saldrá a repartir Esperanza hasta la misma Plazaespaña, convirtiendo aquél museo exterior en su barrio de San Gil donde su gente la coronó.

Qué razón aquél poema. Y Sevilla...




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