Sí. Así es.
Por defecto nos acordamos de la Iglesia Mayor, del ayuntamiento o del Panteón en cuanto a grandiosidad como obra, pero no las sabemos considerar. Son nuestra Iglesia Mayor, nuestro ayuntamiento, nuestro Panteón...
Es decir, no las valoramos en su justa medida. Siempre hemos estado tan acostumbrados a ser pequeños, que cuando lo que nos preguntan es sobre arte -en el sentido físico- la respuesta se queda corta.
San Fernando, la trimilenaria junto a Cádiz. La que obligó a las tropas francesas a guarecerse en las afueras del sitio isleño. La que padece el cáncer del paro junto a los vecinos capitalinos...
San Fernando, la perla oculta en esa lengua de mar que es la bahía gaditana, tan renombrada en los aires aflamencados, tan citada al referir la propia historia de este rincón tan coqueto del sur.
San Fernando hoy día se siente un gran pueblo o una pequeña ciudad, siempre mirando en breve. Sus gentes campan entre la desilusión, la desesperanza, el descontento, el recuerdo de otra Isla que no hace tanto se fue. Sin embargo, entre sus casas encaladas, entre sus gentes de siempre, existe una monumentalidad que no se ha sabido cuidar, ni exportar, ni explotar. Un patrimonio tan particular que se ha ido menospreciando porque, como pasa en esta bendita tierra de salinas yermas, ni los gobernantes ni el pueblo fueron capaces de darle relevancia.
Eran, como dije antes, cosas nuestras, sin más importancia.
En estos tiempos de enredados sociales, tuiteadores, feisbuseros y escritores de a diario con sus propias rotativas, se abren sangrantes las historias escondidas en legajos apergaminados de fotografías y documentos oficiales, que nos habla de un pasado con más brillos que mates ligado a lo militar, que nos dejó todo un acervo en edificios y hasta una población propia con nombre de rey avezado, incluso nuestras propias Puertatierra allá donde, se dice, una carraca creó su propio islote.
Un pasado de astrónomos célebres, de observatorio imprescindible en el cerro de la Torre Alta; un pasado de compositores, músicos relevantes; de políticos, marinos y referentes de la literarura. Un pasado que nos hizo capital de España por unos días; que nos hizo gritar a la nueva nación en el antíguo corral de comedias que hoy es Teatro Real de las Cortes. Un pasado de esplendor naval. Un pasado de fortaleza de Hércules en la isla de Sancti Petri.
Nuestro legado, el de ahora y el de antes, el tangible y el que no se toca porque pertenece a la idiosincracia de la ciudad y se representa también en sus fiestas populares, sólo puede salvarla la propia ciudadanía.
Páginas como Patrimonio La Isla, promueven esa necesidad de realzar aquello que subyace en el interior del corazón de la ciudad. La concienciación sobre nuestro ser y el motivo por el que sentirnos orgullosos.
Ha tenido que ser internet, tan querido y tan odiado, lo que sirviera de trampolín para darnos cuenta de lo mucho que hay por arreglar en nuestra Isla, de lo mucho que no conocemos de ella, de lo que podemos y nos queda por hacer, y lo derrotistas que somos, con razón o sin ella.
No quito mérito a otras instituciones fuera de la red que han trabajado para lograr esto mismo, pero al César lo que es del César.
Enhorabuena a Patrimonio La Isla y a otras tantas iniciativas que reivindican nuestra historia, que reclaman el celo necesario a las instituciones y nos abren los ojos ante lo que somos en realidad y no sólo lo que vemos.
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