viernes, 16 de mayo de 2014

Sólo la noche



Caminaba solo. En sus hombros una mochila con lo justo para que no pesara más que su propia alma hundida.

Deambulaba por caminos. No buscaba atajos, sino horizontes. Sus piernas no temblaban ante los kilómetros por venir, ni desfallecían por los ya realizados. Su espalda no se resentía de lastre alguno, su corazón era quien cargaba con ello.

Frío, sol o lluvia eran sus acompañantes de a diario. Errabundo caminante buscaba sólo una dirección, un camino que le llevase a alguna parte. No importaba destino, sino llegar. Atrás quedaron recuerdos, historias, personas que formaron parte de otra vida que ya no le pertenecía por decisión propia. Decidió huir porque se ahogaba en el vacío de su propia existencia: Una gran nada sin oxígeno que refrescase el aire, más viciado cuanto más caía.

La soledad es una compañera terrible muchas veces, porque cuando no te da tranquilidad te la quita. Tiende sobre tus hombros su brazo helado y te susurra muy dentro acerca de tus errores. Su aliento escarchado te hace recordar aquello que te duele. Su manto no siempre te cubre de paz, también de desesperanza. A veces, es la peor guerrera contra la que pudieras combatir. Sin piedad, sin sentimientos, es una luchadora que sólo puedes vencer apartándote de ella. 

Muchas veces intentaba ganarle la partida, pero es difícil si no tienes con qué escudarte. ¿Dónde guarecerte si en el trayecto no hay techado? 

Ese pensamiento le acuciaba constante, pero nunca se planteó cómo dejar atrás esa terrible sensación de abatimiento que, a pesar de la libertad que le ofrecían sus ojos cada vez que miraba hacia adelante, acudía a él en muchas ocasiones.

La noche era su mejor amiga. El cielo estrellado en la oscuridad anónima era su bálsamo. Ese reconstituyente que le animaba a seguir. Se detenía, se echaba al suelo y se perdía en no pensar en nada ante la inmensidad. ¡Qué sensación! Su mente en blanco era capaz de alienarse con el infinito que se abría ante él y ya no habían carreteras. Era un Todo. ¡Qué distinto a esa Nada de la que procedía! La magia de lo desconocido que no lo era tanto. 

Recordaba cuando de niño reconocía las constelaciones junto a su padre. Esas mismas estrellas, que formaban grandes seres mitológicos, se mostraban ahora ante él en su esplendor. Su padre también formaba ya parte de ese universo. Lo saludaba con una inmensa sonrisa que se debatía entre lo feliz y lo nostálgico, pero le reconfortaba saber que no estaba tan solo; que, de alguna forma, aquél enorme planetario lo acompañaba aunque sólo lo viera unas pocas horas en el día.

Sin duda. La noche era su mejor amante. Compresiva, dulce, silente a veces mientras que en otras ocasiones le cantaba al oído, suave como la risa de un arroyo fresco, juguetona como el sonido de un grillo revoltoso. Lo amparaba con sábanas de rocío y era la confidente de sus sueños.

En cada amanecer aún buscaba algún resquicio de aquella amada etérea, y sólo encontraba de ella las lágrimas de su despedida en las hojas de alguna flor. Se sentía fortalecido por aquellas experiencias nocturnas y reiniciaba, con andar pausado, su camino. Durante horas recaía en duras batallas solitarias, sufría la crueldad de las rutas que terminaban en acantilados haciéndolo retornar, convirtiendo en una auténtica Calle de la Amargura su regreso por las mismas piedras que ya vió a su pasar. Sus pies escrutaba con recelo lo que a sus ojos no parecía importar: vías pedregosas, pasajes de espinos, callejones inundados de aguas que no supieron por dónde escapar.

Anhelaba ver al sol caminar de Este a Oeste con mayor rapidez, pero la naturaleza se toma su tiempo. A pesar de no tener prisas por llegar a ningún lado, se dió cuenta que no se había liberado lo suficiente de aquél yugo de la premura. Un castigo de su otra vida. Cada cosa a su tiempo, y el tiempo no tiene apremio por llegar a ningún lugar.

Cuando la tarde empezó a vestir una vez más las galas de la noche, surgió lo imprevisto. En aquél paraje perdido encontró otra alma sin reloj. 

Unas zapatillas deportivas desgastadas, junto a un macuto descolorido, le hizo reconocer que aquél espíritu inesperado también aguardaba el arrullo de la misma amante. Descalza, con los ojos puestos en la incipiente luna que alumbraría tenue la velada que se avenía, su desconocida sorpresa se disputaba entre esperar despierta a la amada nocturna o dejar que sólo la besara y le regalara, como muchas mañanas, la fragancia de su perfume en cientos de pétalos bañados por su frescor.

Los encontradizos errantes compartieron, junto a la querida amante de la capa estrellada, aquello que  la soledad conocía y convertía en contiendas imposibles de ganar. Libaron aquella noche el néctar de un cercano río, paladearon el manjar de un manzano próximo y la adorada sombra vestida con sus alhajas los acompañó durante unas horas más. 

Al despertarse los caminantes observaron que la noche se fue sin más. No habían lágrimas ni perfumes, no quedaba rastro de aquella luna que, otrora, no se terminaba de ocultar en el celeste del día. Nada...

La noche se fue y dejó juntas dos vidas sin norte. Comprendieron entonces que la amante del rielar unió el destino de los pasos que huían de la soledad.






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